Cristobal Colón (1436-1509), fuese o no genovés, el descubridor de América poseía en alto grado todos los merecimientos con que la Historia habría de distinguirle. Fue tenaz, inspirado, religioso, indomable aventurero y asombrosamente fértil en recursos de ingenio.
Cuando, en Jamaica, los naturales de la isla se negaron a suministrarle las vituallas que necesitaba, sabedor él de que iba a producirse un eclipse de luna, dijo a los nativos que si persistían en su negativa privaría a la Luna de su luz. Naturalmente, los indígenas tomaron a broma la amenaza, pero cuando a poco el eclipse se produjo, no sólo obtuvo el Almirante los víveres precisos, sino el respeto reverencial de los nativos.
De regreso en España, tras el viaje del Descubrimiento, volvería a dar otra muestra de su ingenio. En presencia de algunos envidiosos que trataban de minimizar la importancia de su gesta, hizo traer un huevo y les desafió a ponerlo en pie. Ninguno, por supuesto, pudo conseguirlo.
Entonces lo tomó él, golpeó ligeramente uno de los extremos de la cascara y lo colocó sobre la mesa.
– Así, cualquiera... –gruñeron los otros.
– Cualquiera, no –replicó con altivez el Almirante–. Así, yo y sólo yo.
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