Platón (429-347 a. de C.), se llamaba Aristocles, como su abuelo, y era descendiente de Codro, el último rey de Atenas.
El sobrenombre de Platón, que quiere decir “ancho”, le acompañaría de por vida. Fue discípulo predilecto de Sócrates —quien le acogió entusiásticamente a su lado como consecuencia de un sueño profético —y más tarde de Euclides, el famoso matemático.
Ávido de saber, viajó por Egipto; estuvo algún tiempo en la corte de Dionisio I, el tirano de Siracusa; vuelto a Atenas, fundó, en los jardines de Academo, la célebre Academia de Matemáticas y Filosofía, cuyo magisterio presidió hasta su muerte.
La inmensa sabiduría de Platón, expuesta en numerosas obras, defendió la inmortalidad del alma y, en cierta medida, anticipó en muchos siglos la concepción moderna del Estado, según la cual los intereses personales deben subordinarse al interés general sobre bases económicas y sociales de rigurosa equidad.
Platón era sobrio, moderado, laborioso y pacientísimo con los defectos de sus semejantes. Contaba, por ello, con la admiración general. Cicerón, el célebre tribuno romano, llegó a asegurar sin reservas que “hubiese preferido equivocarse con Platón que tener razón con los demás contra Platón”.
Diógenes, en cambio, no ocultaba su animadversión por el autor de los “Diálogos”. Y un día que se presentó en su escuela con ánimo de azuzarle, al pisar descalzo la alfombra del pórtico, exclamó cáusticamente:
— He aquí cómo piso el inmenso orgullo de Platón.
Platón, que acertó a oírle, repuso:
— Sí; pero lo pisas con orgullo más grande que el mío.
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